El buen pediatra

Mónica Martínez Villar

11/5/20253 min read

Las características del buen pediatra

En la primera entrada del blog, hablamos sobre qué significa realmente ser pediatra y cuál es nuestro rol en el acompañamiento integral del niño y su familia. Hoy quiero compartir con vosotros algunas características que considero esenciales en un buen pediatra. Porque la excelencia médica no está reñida con la calidez humana: ambas se necesitan para cuidar verdaderamente.

Igual que no existe persona perfecto, tampoco existe un pediatra perfecto pero considero que hay características determinantes.

Un buen pediatra cuida formarse continuamente. La excelencia técnica es una forma de respeto hacia el paciente. El pediatra debe mantenerse actualizado, conocer la evidencia científica y actuar con prudencia. Junto a la competencia, la humildad es indispensable: saber reconocer los límites, pedir ayuda cuando sea necesario y no perder la capacidad de aprender cada día, incluso de las propias familias.

Un buen pediatra no solo diagnostica, escucha. En la consulta pediátrica, escuchar parece un gesto sencillo, casi automático. Sin embargo, cuando hablamos de escucha activa, nos referimos a algo mucho más profundo: una actitud interior de atención plena al otro, que reconoce su dignidad y su valor. Esta escucha, de hecho, se convierte en un acto moral fundamental, porque pone en el centro a la persona - al niño y a sus padres - y busca comprender antes que juzgar, acompañar antes que imponer. Cada familia trae consigo una historia y unas preocupaciones que merecen ser acogidas con respeto. La escucha activa no se limita a registrar síntomas o anotar datos en la historia clínica sino que implica mirar a los padres y tratar de reconocer que, detrás de cada pregunta, hay un deseo de proteger y cuidar lo más valioso que tienen, su hijo.

Un buen pediatra ejerce la Medicina desde el encuentro. No solo examina o prescribe, se hace presente. Mira a los ojos, sonríe, escucha con calma, explora con cuidado, transmite serenidad, incluso cuando no tiene todas las respuestas. En un entorno cada vez más técnico y acelerado, esta presencia se convierte en un gesto profundamente humano. Significa ver al niño y su familia como personas; acompañar con empatía y respeto, sin esconderse tras la pantalla o el protocolo. Y, a veces, esta actitud es tan terapéutica como cualquier tratamiento.

Un buen pediatra reconoce la singularidad de cada niño, con su propio, ritmo, temperamento y entorno. No aplica recetas universales sino que las adapta a la realidad de cada familia.

Un buen pediatra tiene la capacidad de comunicar con claridad. Explica, informa y educa, traduce lo complejo en comprensible. Escucha las dudas y temores, resuelve las dudas, evita tecnicismos innecesarios. El buen pediatra pone su conocimiento al servicio del otro.

En resumen, un buen pediatra es aquel que actúa movido por un sentido profundo del bien del niño. Su tarea no se limita a curar, sino a promover una vida plena, donde el niño pueda crecer sano, seguro y acompañado. Desde la ética personalista, la salud no se entiende solo como la ausencia de enfermedad, sino como una armonía integral que abarca lo físico, lo emocional, lo social e, incluso, lo espiritual. Cuidar de la salud infantil significa, por tanto, cuidar del equilibrio de toda la familia.

El compromiso del pediatra no termina al cerrar la consulta. Implica también velar por la equidad en el acceso a la atención, fomentar la prevención y promover la educación en salud, ayudando a los padres a comprender y participar activamente en el cuidado de sus hijos. Supone estar atento no solo a lo que el niño padece, sino también a lo que necesita para desarrollarse en plenitud.

Así, la labor del pediatra se convierte en una auténtica vocación de servicio a la persona, donde la ciencia y la ética se entrelazan. Cada gesto de escucha, cada palabra de aliento y cada decisión clínica se orientan a un mismo fin: el bien del niño y su familia, que son el centro de todo acto médico verdaderamente humano.